Decía mi bisabuela que «el muerto y el arrimado a los tres días huelen». Soy venezolana, vivo en Perú desde hace un año y medio, y en los últimos meses he empezado a percibir el olor, mi olor.
Desde la agudización de la crisis económica en 2015, más de 2 millones de venezolanos hemos salido del país y la cifra sigue creciendo porque las razones del éxodo no han cambiado. Al contrario, el gobierno de Nicolás Maduro ha insistido en profundizar un modelo de dictadura basado en el control social a través de la privación de los derechos más básicos: comida, salud y seguridad.
Perú es el segundo país de Latinoamérica, después de Colombia, que ha recibido a más venezolanos. Al día de hoy somos 408.000 «venecos» en territorio inca, según Eduardo Sevilla, Superintendente Nacional de Migraciones del Perú. Se espera que la cifra llegue a 500.000 a final de año. En un país de poco más de 31 millones de habitantes, estamos hablando del 1.6 de la población. Un gentío.
Los vigilantes del edificio donde vivo son venezolanos. El colector de la combi que tomé esta mañana es venezolano. La peluquera que me corta el pelo «como a ti te gusta, mi reina» es venezolana. Son venezolanos el muchacho que me vende los vegetales en el mercado de Magdalena que le dice «casero» y «casera» a los clientes porque «tú sabes, uno se adapta a todo» y el carnicero que me explica cómo se llaman acá los cortes de carne que solía comprar allá. Acá y allá, las dos orillas visibles de este río infinito llamado migración que empecé a navegar no hace dos años cuando vendí lo que tenía para mudarme de país, sino hace cinco cuando me enamoré de un peruano.
Luis y yo nos conocimos en la pizzería de Isabel, en Altamira, el año en el que Chávez se murió. Un tugurio donde se reunía la peña literaria caraqueña a hacer la actividad más poética desde la invención del endecasílabo: beber cerveza y bailar merengue.
Ya por esa época miles de venezolanos habían salido del país, pero en Caracas vivíamos intoxicados con lo que solo ahora puedo describir como una sensación de euforia combinada con pánico. Había muerto el dictador, el primero de ellos, los partidos de oposición se agrupaban en torno a una alianza unitaria para enfrentar al chavismo en las elecciones presidenciales y, aunque las desastrosas políticas económicas de la Venezuela Saudita de Chávez habían empezado a hacer aguas en los bolsillos de todos con una inflación que en diciembre de ese 2013 cerraría en 56 devaluaciones, control cambiario, 20 de escasez de alimentos y un déficit fiscal del 12 todavía nos quedaban unos meses de gracia antes de empezar a sentir en la piel la magnitud real del desastre.
Por esa época un amigo poeta empleaba un método performático para vender su poemario: le pagabas en bolívares lo que costara el barril de petróleo. Mi ejemplar de Paisajeno de Willy McKey me costó 113 bolívares porque mi país vendía cada barril de petróleo en 113 dólares. Todos los días se vendían 2.4 millones de barriles, eso significaba un ingreso de 271 millones de dólares diarios que el chavismo se encargaba de desaparecer en esa maquinaria de corrupción perfectamente aceitada que dilapidó la fortuna del país con mayores reservas petroleras del mundo. Se estima que el desfalco a la nación por corrupción está alrededor de los 350.000 millones de dólares. Esto es el doble de la fortuna de Jeff Bezos, creador de Amazon y hombre más rico del planeta, calculada en USD 150.000 millones.
La crisis nos llegó como una ola durante mucho tiempo advertida. Y nos arrasó.
Recuerdo muy bien el día en el que Luis me propuso emigrar porque en el país no había pan. Ese día recorrió cinco panaderías sin éxito. Al llegar a la casa me dijo con mucha seriedad: «Tenemos que irnos, ya no hay pan». Habíamos marchado, votado contra el gobierno, tragado gas lacrimógeno, vuelto a marchar, los políticos de oposición nos habían traicionado regalando el Referendo Revocatorio, ahora, para colmo, no había pan.
El pan es una institución para los peruanos. Lo hay de todo tipo. Lo comen a toda hora. Mi esposo nació en el Callao, Lima. Cuando tenía siete años su familia emigró a Venezuela debido a la crisis económica de los 80 y 90. Fue criado en un hogar peruano de La Candelaria en el centro de Caracas donde se veneraba al pan con mantequilla y mermelada, al arroz y al Alianza Lima. El día que nos casamos su mamá sirvió causa de pollo. Un amigo nos regaló una piñata con forma de alpaca en honor a la peruanidad y a la alegría de habernos encontrado. Los días en los que me pesa la nacionalidad me refugio en sus silencios altiplánicos y en, como lo bautizó Elisa Lerner, su elegancia virreinal. Cuando quiero decirle que lo quiero sin ser obvia le doy las gracias por haber ido a buscarme.
La vida del emigrante es en extremo solitaria. Tus amigos viven en Whatsapp, no haces otra cosa que trabajar y, en nuestro caso, lidiar con Venezuela en la distancia. Cuando llegamos a Lima el clima general respecto a la venezolanidad era de apertura y solidaridad. No había un día en que los medios no publicaran un reportaje sobre los exóticos vendedores de arepas que circulaban por el Jirón de la Unión. La migración venezolana, en general, era percibida positivamente por su alto nivel de profesionalización y nuestra proverbial buena onda caribe. Un año y medio después las cosas son distintas.
Perú ha sido uno de los pocos países en dar un beneficio migratorio tan amplio a los venezolanos. En el 2017 el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski creó el Permiso Temporal de Permanencia (PTP), un documento de identidad de color rojo —oh, la paradoja— exclusivo para venezolanos, que les permite establecerse legalmente, ser contratados por una empresa, pagar impuestos, acceder al sistema de salud público pagando 12.5 dólares mensuales por su afiliación al seguro llamado SIS. Si no cancelas mensualmente el SIS, debes pagar por el servicio médico y las medicinas cuando acudes a un hospital, obvio.
El SIS, al igual que la educación pública, solo son gratuitos para los niños venezolanos que tengan PTP, no para los adultos. Si tienes PTP ya puedes tramitar el RUC, un documento fiscal —que en Venezuela es el RIF— para facturar como trabajador independiente y pagar impuestos a final de año.
Por ley, las empresas peruanas solo pueden contratar hasta un 20 de extranjeros en su nómina/planilla. En un país con un nivel de informalidad que alcanza al 72.6 de la población económicamente activa esto no es una buena noticia para los extranjeros.
Las facilidades legales dispararon la llegada de mis compatriotas al Perú, especialmente a los llamados «conos urbanos», zonas de la ciudad que, a pesar de ser económicamente pujantes, tienen problemas de seguridad y de servicios públicos. Allí se ha instalado lo que algunos llaman la «invasión veneca».
En San Juan de Lurigancho, un distrito de más de un millón de personas, se creó una suerte de colonia venezolana llamada el Barrio Chamo. Sí, ya somos los suficientes como para vivir juntos. También para empezar a causar problemas. A principios de agosto, la Policía del Perú atrapó en flagrancia a cinco malandros de la banda venezolana Los Malditos del Tren de Aragua que iban a atracar un banco en uno de los centros comerciales más grandes de Lima Norte. Se han reportado casos de peruanos que alquilaron sus casas a venezolanos y estos les robaron enseres, en las redes circularon audios de venezolanos hablando mal de la apariencia de los peruanos. Sí, la cultura del pranato, el roloe vivo y la Miss Prepago también son exportables. Eso que nosotros llamamos «puras joyitas» y que, como suele ocurrir, son minoría pero hacen más bulla.
Adicionalmente, el tratamiento de algunos medios del tema venezolano no ha sido responsable. El periodista e investigador peruano Diego Salazar lleva un registro del caso. A eso hay que sumarle la postura abiertamente antivenezolana de Ricardo Belmont, uno de los candidatos a la alcaldía del Lima para las elecciones municipales de octubre a quien se unió Daniel Urresti, otro candidato, con su propuesta de enviar a los venezolanos a trabajar en los sitios remotos del Perú. ¿Se entiende el coctel?
Decía Tzvetan Todorov en ese extraordinario ensayo llamado El hombre desplazado que «la defensa del grupo al que se pertenece es siempre un egoísmo colectivo; las influencias exteriores, lejos de ser una fuente de corrupción son a la vez inevitables y provechosas para la evolución de la cultura».
Tememos a lo desconocido, es natural. Cuando lo desconocido es «el otro» nuestra reacción instintiva de protección es apertrecharnos detrás de lo que nos es familiar, la bandera, el himno, las tradiciones, el fútbol. Por eso los nacionalismos son tan exitosos como estrategias de cohesión social, pero basta ver las terribles consecuencias que han dejado a lo largo de la historia cuando son aprovechados por gente sin escrúpulos. Cuando el miedo a lo desconocido se convierte en odio empezamos a rozar límites peligrosos. La palabra de moda en Perú por estos días es xenofobia, que, en su acepción más primaria, significa «rechazo a los extranjeros».
Mi primera experiencia con la xenofobia fue hace quince años, en Caracas. Regresábamos con mi familia de una visita al cementerio cuando pasamos por una de las zonas donde se habían asentado las comunidades ecuatorianas y peruanas en el oeste de la ciudad. Eran calles que yo conocía bien porque quedaban cerca de mi colegio y colindaban con uno de los accesos a la autopista Francisco Fajardo. De pronto una de mis primas le preguntó a mi papá qué haría él si yo me casaba con un «cotorro», como le decíamos a los emigrantes andinos. Mi papá, al volante, me miró por el retrovisor como dándome permiso para responder, entonces solté lo que muchos años después entendería como una premonición: «Yo sí me casaría con un cotorro. Uff. Muerta de la risa, mija». Lo dije para provocar y el auditorio se rio de lo que parecía un absurdo. ¿Por qué? ¿Por qué era tan difícil creer que alguien como yo, cuyo único privilegio de clase era bailar salsa y picar aliños mejor que el promedio, no podría enamorarse de un migrante de esos países del sur? Mi yo xenófoba de dieciséis años aún no podía ver que ese rechazo, esa violencia sutil que se instalaba en la burla, en el chistecito fácil, era el germen de una enfermedad peor que afortunadamente pude sanar a tiempo.
Viajar cura la xenofobia. Leer cura la xenofobia. Enamorarse de un extranjero cura la xenofobia. Amar la diferencia cura la xenofobia. Informarse también: según Naciones Unidas, somos 266 millones de migrantes en el mundo, lo que significa un 3.3 de la población que, sin embargo, contribuye con un 9 del PIB global. Son casi 7 trillones de dólares al año en productividad. De hecho, las remesas solo representan un 15 de los ingresos del migrante; el otro 85 se queda en el país de destino.
Esta anécdota superficial de mi adolescencia apenas roza lo que fue el fenómeno migratorio para nosotros. Los venezolanos éramos los primos millonarios y cocainómanos de un continente devastado por la violencia. Recibimos, sí, a miles de inmigrantes de Colombia, Ecuador, Perú y Centroamérica, familias enteras como la de mi esposo que llegaron a establecerse en un país donde todo olía a nuevo. Para el V Plan de la Nación que se puso en marcha desde 1976 hasta 1980 había que contratar entre 900.000 y 1 millón de trabajadores, una cifra enorme si consideramos que «en 1976 la población venezolana activa, es decir, integrada al mercado de trabajo, era de apenas 3.7 millones de personas (…) Para octubre de 1977 Venezuela contaba ya con 1.2 millones de extranjeros de los cuales la población colombiana era casi un 60», dice Raquel Álvarez de Flores, investigadora-docente del Centro Estudios de Frontera e Integración (CEFI) de la ULA-Táchira.
De acuerdo con la investigación de Álvarez, «el masivo ingreso de migrantes llevó al país a implementar un programa de inmigración mucho más selectivo, por lo que en 1976 se centralizó el otorgamiento de visas, a través de la Dirección de Identificación y Extranjería (DIEX), del Ministerio del Interior, y se produjo la suspensión de visas para turistas y la creación de un permiso de trabajo como documento complementario de la visa de ingreso, tramitado y aprobado por el Programa de Recursos Humanos (PRH)». Sí, pedíamos visa de ingreso y permiso de trabajo. Sí, las condiciones humanitarias eran distintas a las de ahora. En 2005, un año antes de su primera reelección presidencial, Chávez eliminó el requisito de la visa para los ciudadanos de los países miembros de la Comunidad Andina que entraran por vía aérea.
Los beneficios emocionales, por otra parte, calaron hondo al menos en las familias cuyo testimonio conozco de primera mano. El afecto, les juro si me apuran el alma llanera, es nuestra especialidad. Basta oír hablar a mi suegra sobre Venezuela para que a uno le nazca una flor en el pecho. Sus historias de casi cuarenta años en el país donde pudo criar a sus dos hijos profesionales y ver nacer a sus nietas me hacen sentir orgullosa de mi cultura.
Pero la solidaridad no es una moneda de cambio, ayudamos a los otros porque es lo correcto, punto. Por eso el argumento transaccional de «nosotros lo hicimos por ustedes, ahora ustedes háganlo por nosotros» no me lo banco. Es falaz. Los latinoamericanos no tienen nada que pagarnos, excepto, quizá, los gobiernos de los países que disfrutaron por años de la billetera irresponsable de Chávez. Curiosamente, Bolivia tiene una tasa bajísima de migración venezolana en comparación con sus vecinos. Porque los venezolanos estaremos hambrientos, pero no somos tan estúpidos como para emigrar a otro país con un gobierno de ideas comunistas. De hecho, si algo podemos aportar a las naciones de acogida, aparte de nuestros mejores años de productividad a la fuerza laboral, son anticuerpos feroces contra el populismo, la autocracia, el militarismo y todo lo que apeste a dictadura comunal.
Quizá no hoy, cuando la mayoría está recién ocupándose de sobrevivir, trabajar y mantener a sus familias en ambas orillas, pero sí apenas tengamos la oportunidad de reflexionar sobre qué nos pasó, cómo dejamos que una clase política se aprovechara de nuestros miedos más primitivos, cómo les dimos tanto poder, cómo, también, fuimos sus cómplices al proyectar nuestras miserias personales en sus promesas de revanchismo maquilladas de justicia social.
«En mi familia nunca votamos por el chavismo», esa era mi frase de superioridad moral express para escurrir el bulto. Luego entendí lo que todo venezolano tarde o temprano llega a entender: que el chavismo vive en mí como un bacilo y es mi responsabilidad alimentarlo o dejarlo morir.
Lo mismo ocurre con la xenofobia. El miedo, está dicho, es natural. Pero hay que saber qué hacer con él, dónde ponerlo, a quién entregárselo, cuándo es realmente útil para preservarnos o cuándo es una excusa para no cambiar. No hay una fórmula, cada quien lidia con sus demonios como puede. Pero en los últimos meses los casos de xenofobia en Perú han surgido de una manera que, no tengo datos para sustentar esto, no parece propia de los peruanos.
Quizás es una fantasía mediada por mi agradecimiento o por el amor a mi familia peruana, puede ser. Apenas entiendo con dificultad el país en el que viví durante treinta años, así que no tengo herramientas para sacar conclusiones sobre este. Pero hay una cosa de la que estoy segura, de todos los países receptores de migración venezolana, Perú fue el primero en asumir la solidaridad como lo correcto tomando acciones concretas. Desde la protección legal al migrante en su territorio hasta la confrontación de la dictadura en el ámbito internacional. Hoy, cuando los venezolanos más vulnerables cruzan a pie el continente huyendo del hambre y de la enfermedad, el gobierno peruano se encuentra en un dilema, restringir la ayuda humanitaria limitando sus condiciones de ingreso y permanencia para controlar la migración; o mantener la apertura asumiendo las consecuencias internas: gasto público y costo político.
He pasado demasiado tiempo de esta semana leyendo comentarios antivenezolanos en las redes sociales con el ojo lo más limpio posible de chauvinismo y victimización, estados mentales absolutamente inútiles. Luego los comparé con las muestras de apoyo que he recibido de personas desconocidas. Mi conclusión es que en la calle, en la práctica, los peruanos están a punto de escribir una historia nueva. Este movimiento migratorio que los tomó por sorpresa les está dando un montón de trabajo. Recalibrar sus políticas, adaptar sus empresas, tomar posturas sobre temas que no eran parte de su agenda. Será interesante ver cómo el Perú va a enfrentar estos cambios, cómo va a transformarse en muy poco tiempo este país que elegí, primero aquella tarde en Caracas al volver del cementerio, en medio de la ignorancia de mi propia xenofobia, y luego esa noche en Altamira cuando bailé merengue con un chalaco por primera vez.
Mientras tanto, los venezolanos nos hacemos conscientes de nuestra otredad, ese olor, al enfrentar una circunstancia inédita en nuestra historia, salir a buscarnos la vida lejos de todo lo que podíamos llamar «mío»: Mi país. Mi casa. Mis padres. Mis muertos. Eso nos está demandando habilidades de adaptación que tenemos que aprender sobre la marcha. Nos quedan, sin embargo, algunas posesiones involuntarias que pueden ser puentes o abismos: Mi acento. Mis rasgos. Mi lenguaje. Mi dolor.
En palabras de Todorov, «el hombre desarraigado, arrancado de su marco, de su medio, de su país, sufre al principio pues es más agradable vivir entre los suyos. Sin embargo, puede sacar provecho de su experiencia. Aprender a dejar de confundir lo real con lo ideal, la cultura con la naturaleza. A veces se encierra en el resentimiento, nacido del desprecio o de la hostilidad de sus huéspedes. Pero si logra superarlo, descubre la curiosidad y aprende la tolerancia. Su presencia entre los “autóctonos” ejerce a su vez un efecto desarraigante: al perturbar sus costumbres, al desconcertar por su comportamiento y sus juicios, puede ayudar a algunos entre ellos a adentrarse en esta misma vía de desapego hacia lo convenido, una vía de interrogación y de asombro».
Tomará tiempo atravesar la herida hasta convertirla en experiencia y, con suerte, gestionar el rencor de la vida que no fue para no cometer los errores del pasado.
El futuro es una moneda de a Sol que gira en el aire.