Es domingo hace once años en la casa de mis padres, huele a jabón azul. Mi mamá está tan sana que lava las paredes de la casa con una esponja mientras en el picó canta Rocío Dúrcal. El cáncer aún no se ha llevado su seno derecho. Aún no es el futuro.
Tengo nueve años y todavía no sé qué es el dolor, pero lo infiero en las vueltas de voz de la Dúrcal, tristísima, potente. También en el rostro de mi madre que se vuelve una mueca cuando canta pues mira tú, cómo te ríes, cómo juegas tú. Cierra los ojos persiguiendo la nota hasta alcanzarla con la esperanza que yo he puesto en ti. Esa nota sostenida que es al mismo tiempo una victoria y una acusación. Todo en la canción está preciosamente dispuesto para el drama. Cuando Rocío dice tú, el mariachi sube la apuesta con un redoble, entonces todas pensamos en un nombre propio: el nombre de él. Aún no sé cómo va a llamarse el mío, pero sé que voy a acusarlo por hacerme sufrir. Porque, invariablemente, voy a sufrir.
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Ningún hijo de Rocío Dúrcal murió ahogado en Acapulco. Carmen, Antonio y Shaila, sus tres hijos, le sobreviven en la sombra apacible de una madre célebre: todos han intentado la carrera artística con poco éxito. Pero ese niño pendiendo boca abajo en alguna de las playas idílicas donde El Chavo del 8 conoció el mar es una de las imágenes ficcionales más fuertes de mi generación. El más triste recuerdo de Acapulco nunca ocurrió, y aun así, Rocío es, en el imaginario, la mujer sufrida que se desgarra en la arena mientras sostiene ese cuerpo sin vida. Poco importó que hubiera sido Juan Gabriel quien escribiera esa canción para su madre muerta –otro caso para Freud–, necesitábamos una épica más dolorosa, una excepción.
Eso era María de los Ángeles de la Heras Ortiz, una excepción. Una española que triunfó en México, una mujer que cantaba rancheras. Cuando necesitó un apodo, recordó que su abuelo le decía Rocío, luego señaló al azar en un mapa de España la población de Dúrcal y hela allí. Se construyó a sí misma con la ayuda de la industria; metros y metros de tela brillante de colores con apellidos, Rojo Coral, Azul Rey, Verde Esmeralda; kilos de laca, toneladas de maquillaje y esa boca de sobre rojísima de donde salían, poderosas, todas las notas que les daban sentido a nuestras historias vividas o por vivir.
Mientras tanto, tras bastidores, sostenía una vida con poca prensa; la ausencia de escándalos nunca ha sido materia de magazine. La Reina de las Rancheras, la Señora de la Canción nunca perdió un hijo, tampoco se divorció. Su esposo, Antonio Morales, dejó su carrera de actor para ocuparse de los hijos porque ella era la estrella. Apenas puedes creer esa cotidianidad apacible cuando, en escena, la ves temblar al borde del llanto tú te vas y yo me quedo aquí. Su primer oficio en el espectáculo fue la actuación. Vaya talento.
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Quienes crecimos en los 80´s tenemos una especie de predisposición cultural para el sufrimiento que, con el tiempo, se nos ha transformado en una incomodidad generacional. Aprendimos que quien te hace llorar es quien te ama, que tenemos el corazón herido porque el hombre que queremos se nos va, pero que, además, es nuestra culpa porque seguramente hemos descuidado la forma de buscarlo en el amor. Maldita sea.
En ese corazón latinoamericano adolorido, Rocío Dúrcal late con fuerza imprimiendo vigor a lo lastimero. Mientras Ana Gabriel se ocupaba de hermosas metáforas homosexuales y Vicky Carr era la peor amiga que alguna mujer hubiera podido tener, la Dúrcal se apropiaba del territorio del despecho con una bandera excepcional: la dignidad.
Yo luché contra el amor que te tenía y se fue, ahora ya te olvidé. Digna.
Tú no puedes, aunque intentes, olvidarme. Digna.
Te pido, por favor, de la manera más atenta que: me dejes en paz. Digna.
Ya lo ves, la vida es así, tú te vas y yo me quedo aquí. Digna. Estoica.
Luego vinieron los 90´s y el cambio de siglo. Los primeros amores, MTV y la verdadera música de nuestra generación. Pero, ¿cómo reaccionas a la inacción de alguien que ve pasar el amor desde su ventana cuando fuiste educada por las letras de la Dúrcal? Hay algo que no cuadra, una fuerza que te salva del patetismo, porque lo que nadie ha querido admitir es que la gata está bajo la lluvia por voluntad propia. Nadie la dejó allí, abandonada. Ella, digna, decidió rumiar su sufrimiento hasta que se le acabara, porque así funciona el mecanismo: sufrimos, sufrimos, sufrimos hasta que no podemos sufrir más. Entonces nos enjugamos las lágrimas, nos limpiamos el barro de las rodillas y seguimos. Siempre seguimos porque no tenemos otra opción.
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Es domingo y mis sobrinas adolescentes pasan una temporada en mi casa. Decido poner a funcionar la máquina de inocular recuerdos: suenan mariachis en YouTube, hiervo jabón azul, es día de limpieza. Dentro de poco, inevitable, ellas también conocerán el dolor, vendrá el despecho y tendrá tus ojos, pero hoy sólo quiero asegurarme de que tengan cómo defenderse del drama aprendiendo a nadar dentro de él, familiarizándose con sus códigos, teniendo a la mano un par de frases desgarradoras que las ayuden a poner en palabras lo que ninguna Adele les sabrá explicar. Acabo de legarles nuestra música en español para pasar coleto como quien les traspasa un tesoro: pulse play en casos de emergencia.