Miriam “Midge” Maisel es una luminosa mujer judía del Upper West Side de Manhattan. Son los últimos años 50 y la gente es ridículamente guapa en Nueva York. Los vestidos, los peinados, el cigarrillo, los labiales rojos, el downtown con su bohemia intelectual de la que Miriam, junto a su marido Joel, participan lateralmente como quien aspira a la vida emocionante del artista sin renunciar a su piso lujoso frente a Central Park.
Él, tan corporativo, trabaja en una oficina y sueña con ser comediante. Ella, tan concreta, hizo un master en literatura rusa. Tienen dos hijos. Pero, ¿con qué sueña la señora Maisel?
En el primer capítulo la vemos horneando un brisket con el que sobornará al encargado del Gaslight, un club de comedia en el Greenwich Village, para que le ceda a Joel un horario estelar. Luego, en una libretita rosa toma notas sobre el show, los chistes que funcionan, las pausas, el ritmo. El problema es que Joel, tan mediano, se roba las rutinas de otros comediantes. Su presentación es un fracaso. Frustrado, se va de su casa con todos los clichés posibles a cuestas: abandona a Miriam por su linda pero tonta secretaria.
Lo que sigue es una secuencia de comedia memorable con la que Midge inaugura, casi por coincidencia, su nueva vocación de comedienne. Ebria, se sube al escenario del Gaslight a improvisar una rutina gracias a la cual termina en la estación de policía. Este primer capítulo tiene todos los elementos de una historia a la que te quieres enganchar mientras revela un elemento poderoso sobre el que se construye toda la trama: ella es graciosa. Es una mujer de mitad de siglo, inteligente, divertida, segura de sí misma, con talento. Como una Dorothy Parker, pero optimista. Esto, en la época previa a La mística de la feminidad de Betty Friedan, no es poca cosa.
La imagen general que tenemos de las mujeres de la posguerra es un grupo cuya meta era “casarse bien”, es decir, estudiar alguna colegiatura u oficio prescindible para hacer tiempo mientras llegaba “el indicado”. Eso sí, se privilegiaban las habilidades sociales y la cultura general que la mujer pudiera adquirir como un bagaje intelectual mínimo para animar las conversaciones de sobremesa cuando el marido invitara al jefe a cenar. Agradar sin incordiar ni ser demasiado vehemente con sus opiniones era la premisa.
Midge, en cambio, tiene cosas que decir, las frases chispeantes que se le ocurren las escribe en su libreta rosa. También se conoce a sí misma. Si algo tenemos que agradecer a la caricaturización de la obsesión judía por el self son estos personajes tan conscientes de sí mismos. Nathan Zuckerman, Joseph K, Isaac Davis, Boris Yellnikoff, Alfie Solomon o hasta el mismo Jerry Seinfeld. Pues Miriam es un personaje delineado hasta en el más minúsculo de los detalles: el tamaño exacto de sus pantorrillas, las cuales mide todos los días desde que era niña. La responsable de este trabajo minucioso-compulsivo de autoconocimiento es Amy Sherman-Palladino (Gilmore Girls) cuyo sello son los diálogos en ráfaga, las respuestas rápidas y los personajes femeninos que se salen del molde sin llegar a ser excéntricos. Miriam sabe quién es y no tiene miedo de demostrarlo. Esta es la escena en la que Susie Myerson, desde ya un personaje entrañable autoerigida como su manager, le pregunta por su tipo de comedia.
– I mean, we don’t even really know who you are yet.
– What does that mean?
– Well, I mean, what kind of comic are you? Are you a planter or a stalker?
– Stalker.
– Will you tell one-liners, stream of consciousness?
– Stream of consciousness.
– Personal? Political?
– Personal tinged by political.
– Okay. Well, I guess we do know who you are.
El asunto es que saber quién eres no siempre implica saber hacia dónde vas. Midge y Susie, cuya relación encarna los mejores rasgos de la amistad femenina (la solidaridad, la honestidad, la diversión), se embarcan en un camino que pone a prueba sus habilidades. El viaje creativo para descubrir eso en lo que son buenas está lleno de las preguntas de siempre: qué sé hacer, hasta dónde puedo llegar con esto.
Por eso me gusta la historia de estas mujeres que se hacen a sí mismas aunque ni repare en los desafíos prácticos de la vida creativa que tienen que ver con la independencia económica, las decisiones sobre la maternidad o la distribución de las tareas en el hogar. Todos temas que en la vida real implican no pocas negociaciones/concesiones con uno mismo y con los demás.
Enternece ver a Susie comprar un teléfono —lujo para la época— que apenas cabe en el diminuto sótano en el que vive para poder arreglar la agenda de su representada, o hacer a mano sus propias tarjetas de presentación. Inspira ver a Midge recorrer los clubes nocturnos tomando notas sobre rutinas ajenas, ansiosa por aprender. En una de las secuencias más geniales Midge, ya asumida en su nueva pasión, ensaya noche tras noche distintas versiones de un chiste sobre Elizabeth Taylor hasta que funciona y la sala estalla en risas.
Da gusto ver el proceso creativo representado con tanta claridad, porque eso es lo que se hace con cualquier talento, trabajarlo hasta pulirlo, de lo contrario, terminas colgando la medallita de “joven promesa” en el espejo de la peinadora.
Se sabe que trabajar el talento tiene poco o nada de glamoroso. Escribir, por ejemplo, se parece más a cumplir rutinas de obrero que a tomarte un whiskey en una poltrona de terciopelo con un gato blanco en el regazo esperando a que la inspiración entre por la ventana. “Just set one day’s work in front of the last day’s work. That’s the way it comes out. And that’s the only way it does”, dijo Steinbeck, uno de los autores más importantes del siglo XX. No hay manera de leer Las Uvas de la Ira sin sentir que estás frente a un material preciosamente trabajado, como una perla.
Aunque apostar por el talento también implica perder. Un estatus, una vida alternativa. Justo por eso es interesante atestiguar el fracaso de las primeras rutinas de Miriam hasta entender que, en una escala de importancia, el talento está por debajo del trabajo pero sin talento no hay nada que hacer. Esa exaltación del hábito, por no tener el mal gusto de decir “ese Triunfo de la Voluntad”, sumado a la apuesta por ella misma, por su creatividad, por su inventiva, narrada en clave de comedia fresca, moderna, a salvo de histerias, es lo que hace de The Marvelous Mrs. Maisel una gran pieza televisiva. De hecho, las escenas más flojas son cuando se pone combativa sin necesidad. La consciencia de género es clara, se usa con inteligencia, sin pinzas, ni ánimos de moralizar para, siempre gracias por esto, no aburrir.
Hacia los últimos capítulos, el antagonismo de la comedia autoreferencial de Midge contra una comediante de la vieja escuela que hace stand-up vestida como una señora de servicio de Queens, empuja la trama a otro nivel de conflicto: el pasado versus el futuro, conduciéndola hacia una segunda temporada cuya barda está ocho Emmys más alta que de costumbre.
Queremos que Miriam triunfe en la comedia, con la misma gracia y determinación con la que asumió su separación, el retorno al hogar de sus padres, esta vez con dos hijos (quienes, típicos niños decorativos de sit-com, parecen ni respirar), y el descubrimiento de su vocación. Le tocará develar lo que ha estado haciendo por las noches en el downtown, llamarse a sí misma comediante frente a un entorno conservador, en extremo preocupado por la realización femenina resumida en la tríade casa-matrimonio-hijos.
Ver a Miriam perseguir un sueño propio, tener nuevas ambiciones, hacer las cosas a su manera, es una forma de reconocer lo que las mujeres podemos lograr con nuestros talentos, también, con nuestras circunstancias: hacerles frente, ser extraordinarias, pararnos derechas, stand up!
La segunda temporada de The Marvelus Mrs. Maisel se estrenará el próximo 5 de diciembre en Amazon Prime.