Qué es un malo. ¿Alguien que estaba en la hora y el lugar equivocado, o alguien que llegó puntual a la cita? Luego de leer Los malos (Universidad Diego Portales, 2015), la compilación de catorce perfiles sobre asesinos y sátrapas latinoamericanos editada por Leila Guerriero, no se sabe bien si a los malos el destino se les torció o fue que les nació torcido.
Escriben cronistas conocidos como Josefina Licitra, Marcela Turati y Alfredo Meza (a quien agradezco mucho el trámite de traerme el libro desde Chile), y cronistas por conocer como Oscar Martínez, Sol Lauría, Ángel Páez, Alejandra Matus, Miguel Prenz, Clara Becker, Rodolfo Palacios, Juan Miguel Álvarez, Javier Sinaí, Rodrigo Fluxá o Juan Cristóbal Peña, quienes la llevan, y la llevan bien.
Esta reunión de talentos, el de los cronistas para contar las historias y el de los malos para acometerlas, deja la sensación en el lector de que no hay una razón para el mal. Al menos no una razón única.
La fórmula manida de hombre pobre en miseria que deriva en monstruo se deshace ante historias como la de Jorge “El Tigre” Acosta, responsable de las torturas en la Escuela de Mecánica de la Armada en los años de la dictadura argentina, preparado, elegantísimo; o de Ingrid Olderock, graduada con honores que entrenaba a sus perros para violar prisioneros en la Dirección de Inteligencia Nacional en Chile. Por otro lado, la fórmula manida del hombre poderoso en posición privilegiada que deriva en monstruo también se diluye con perfiles de campesinos ganados por el narco o jóvenes promesas del deporte convertidos en pranes en ausencia de un Estado incapaz de controlar la situación carcelaria. El libro es un heredero directo de Un estudio sobre la banalidad del mal de Hannah Arendt: gente común cuya maldad rebasa los límites ordinarios, tolerables.
El malo es su maldad, pero también es su historia, lo que vivió antes, lo que vivieron sus padres y los padres de sus padres. Eso somos todos: la suma infinita de sucesos que no vamos a conocer. Por eso no hay una explicación única para el mal. No la tienen los malos, ni los cronistas, ni los lectores, mucho menos las víctimas. Hay hipótesis, una infancia difícil, un padre problemático, pero en la práctica, la maldad sólo es, y en esa naturalidad vive el miedo. Existe la maldad como existe la lluvia. Pero la primera es un fenómeno interior, mucho menos predecible.
En el libro no hay indulgencia, pero tampoco crueldad. Son historias de “malos inapelables”, como dice Guerriero en el prólogo. Nada más. Sin juicios de valor ni preámbulos éticos. Pero, como a todo buen libro, se le agradece la visión. Hay obras que parecieran expandir el campo visual; Los malos lo cierra, como cuando se intenta ensartar el hilo por el ojo de una aguja. Esa visión detallada pero a la vez profunda, como quien escudriña una hendidura en la tierra o taladra una herida pequeña y honda, deja la certeza de que la maldad es una posibilidad cierta mientras estemos vivos. Podemos evadirla, sufrirla o administrarla, pero no ignorarla.