El cuerpo es el lugar de las traiciones. Quieres aguantar, como los tuyos, pero tres veces al día te dice, aliméntame humano o te dejaré morir. Vivimos bajo su estado permanente de amenaza. Te contiene, pero no deja que te confíes.
El cuerpo es un animal que ladra, que se retuerce. De hambre, de dolor, de placer. Escribo poco sobre el hecho de estar lejos de los cuerpos que amo, pero he llevado el mío hasta algunos extremos admisibles. El frío, por ejemplo, me ha curtido la piel, me ha secado. La humedad ha pasado a través de mí como una lluvia que no se ve, que irriga. Me ha crecido el pelo, alimento nuevas bacterias, sólo no puedo no comer. El cuerpo se resiste a la invasión de lo nuevo, luego cede. Siempre cedemos.
Algunos días me duele la espalda. Es un dolor viejo, como de chifonier. Un dolor que suena. Antes de dormir imagino que mi marido se para sobre mí, que me recorre. Es una fantasía más bien territorial, casi anodina. Estoy tendida boca abajo en la cama y él está de pie sobre mí, sus plantas se alinean con mi columna, me alivia escucharla crujir. Entonces me pregunto cuánto le tomará ir hasta el Caribe sobre mi espalda para traerme eso que estoy esperando: los cuerpos gastados de los míos. Su peso. El espacio que ocupan. Su hambre, también.