Esto que no es tuyo me da tos. Lo llevo atracado entre pecho y espalda, como el vacío que deja el ser amado cuando sale por la puerta.
Puede que sepas. Pero no sabes.
Crees entender, pero lees las noticias con dos ojos que nunca han visto la calle en la que crecí, ni la luz amarilla que me quema los párpados cuando los cierro. Es la luz de Caracas, extranjero. Sí, otra vez Caracas. Somos tan cansinos los venezolanos, tan monotemáticos. No hablamos de otra cosa a la hora del almuerzo y siempre parece que estamos a punto de llorar, pero luego nos reímos duro y todo el autobús voltea a mirar. “Ah, son ellos otra vez”, parecen decir.
Esto que no es tuyo es mi mamá enseñándome a usar el Metro, o mi bisabuela escondiendo el pan dulce del domingo en lo alto del escaparate negro para darnos a los nietos cuando los adultos no se dieran cuenta.
Mi familia tenía una casa en lo alto de Los Magallanes de Catia. Una casa azul claro de rejas negras, con un corredor a la derecha que daba al lavandero y a la cocina, en un barrio vertical como los que aparecen en los documentales sobre la violencia latinoamericana.
La casa tenía una distribución extraña. Detrás del solar donde se recibía el fresco de la tarde, había un jardín de concreto lleno de macetas. Sobre el jardín, la ventana del cuarto; dentro del cuarto, el closet; y frente al closet: mi bisabuela, en puntas, escondiendo el pan.
Mis muertos son esa raíz que cruza el continente a pie para que sus hijos conozcan las manzanas.
Vengo del país que sale en tus noticias, extranjero. Vinimos a malograrte todos los manuales y las etiquetas: la izquierda democrática, la autodeterminación de los pueblos, el unicornio azul, la agresión imperial, la ayuda humanitaria, los gimnasios del Sur que todavía gritan dictadura, represión y tortura. Nuestra historia servirá para actualizar algunos conceptos. Somos una especie de upgrade del horror. La resaca de una orgía comunal que se cagó en los derechos individuales en nombre de un falso bien común.
Nunca me había sentido ideológicamente tan desalineada y a la vez tan comprometida con la libertad. Eso es algo bueno. Cambio gustosa cuatro horas de disertación sobre el materialismo dialéctico por una caja de antirretrovirales para los pacientes venezolanos, abandonados a su suerte por un gobierno criminal que usa el sufrimiento como moneda de cambio para mantenerse en el poder.
Por eso, Trey from Omaha, tú que crees saber, no sabes.
Pero la razón de tu ignorancia no es falta de información: hay gente muy bien informada que elige no saber. Tampoco es problema que no seas venezolano o no vivas en el territorio. El único motivo que encuentro para que prefieras anteponer tus cajitas ideológicas, tu soberbia intelectual y tus consignas trasnochadas de la guerra fría antes que nuestro dolor, es porque esto no es tuyo y no es tuyo porque no lo amas.
Los últimos años he tenido la dicha de compartir la posesión afectiva de mi país con milllones de personas que han conectado con la venezolanidad a través de nuestra cultura. Como mi amiga peruana que dice “coño de la madre” cuando se le caen las cosas, o los argentinos que rellenan las arepas con dulce de leche. Todos ellos saben eso que tú no: que nos urge derrotar al chavismo porque nuestra gente se está muriendo. Pájaros suaves que caen de los árboles como cenizas después de un incendio. También saben que vamos a lograrlo. Nuestra Será La Lucha, canta la bohemía, y cuando derrotemos a los tiranos la región será una fiesta a la que no estarás invitado.