Desde que volví de vacaciones me he negado a bajar de peso. Tengo varios kilos de más y una incipiente celulitis brotando en la parte trasera de los muslos. Como soy una tipa vanidosa, durante el viaje no me preocupé, sabía que apenas pisara mi país haría de todo para recuperar la figura. Han pasado dos meses desde que volví de vacaciones y acabo de merendar sendo pan dulce con mantequilla. Es oficial: estoy deprimida.
Aunque la anécdota parezca baladí, casi todos podríamos identificar algún síntoma de nuestra propia tristeza. Desde que comenzaron las protestas he sido testigo de las siguientes frases: “me cuesta levantarme en las mañanas”, “no quiero salir de mi casa”, “me duele el cuerpo”, “volvieron las jaquecas”, “tengo alergia”, “no puedo dormir”, “me despierto en la madrugada sin motivo”, “todo se me olvida”, “no me puedo concentrar”, “duermo mucho”, “duermo poco”, “vamos a vernos pero temprano”, “quiero salir pero no tengo plata”, “quiero salir pero nada está abierto”, “quiero salir pero tengo miedo”, “carga una pantaleta en la cartera por si no puedes llegar a tu casa”, “¡¿Dónde estás?!” que culmina con un desesperado “¡¿Estás bien?!” al otro lado de la bocina a la una de la madrugada porque a dos cuadras de tu apartamento quemaron una tanqueta.
Algunos días, que no son pocos, camino hasta la parada del autobús pensando en cualquier asunto agradable, sintiendo el asfalto debajo de la suela e imaginándome que hay una parte del aire que no llega al piso porque lo repele el vapor. Me divierten las cosas pequeñas, como la hoja del árbol que se me enredó en el pelo o la gota de sudor que baja desde la nuca por mi espalda, porque hace más de dos meses que no llueve y ya no sé qué es peor, si el calor, el gobierno o la oposición.
Pero hay otros días, que pesan como diez. Camino desde la parada del autobús raspando los pasos hasta el supermercado a preguntar si llegó el café. Me dan ganas de llorar cada vez que me dicen que no hay. Todo me da ganas de llorar. Cuando L. me dice que estoy linda me dan ganas de llorar, cuando me aprueban un proyecto o me piden modificarle una tontería me dan ganas de llorar, cuando la impresora se queda sin tinta, cuando la plata no me alcanza, cuando llego a tiempo o cuando se me hace tarde, cuando leo las noticias, cuando no veo en las noticias lo que en realidad pasó, cuando trabajo en exceso, cuando no quiero trabajar, cuando se me acaba la pila, cuando hablo con mi papá, cuando no me contesta, cuando abrazo a mis hermanas, cuando no las puedo ver. Soy un maldito síndrome premenstrual ambulante… ¡En loop!
Además tampoco puedo escribir. He delegado todos los textos que tenía por delante, incluso esos de “mascarillas hidratantes de aguacate para el pelo” que uno suele aceptar para completar el pago del alquiler. Nada. Esta cuartilla repleta de enumeraciones caóticas y lugares comunes es una muestra de mi atrofia muscular. Estoy exhausta. Estoy triste.
El domingo pasado ocurrió algo grandioso: logré permanecer 15 minutos completos en zazen. Estaba feliz. Obviamente, me dieron ganas de llorar. Lo hice un rato largo, calladita. L. se acercaba cada tanto a tomarme la mano en silencio. Creo que está tan triste como yo pero los peruanos no lloran porque en Lima no llueve.
Estamos tristes.
Papi se cayó de una escalera mientras regaba las matas. Se le fueron los tiempos. Aterrizó sobre las orquídeas sin lastimarse porque es afortunado. Llevaba dos días alimentándose con jugos, no le daba hambre. Papi vive en el Oeste, no está expuesto a las guarimbas, no ve televisión, no tiene Twitter, además es llanero, tiene muchos amigos, juega dominó todas las tardes, pero está triste.
-¿Estás deprimido?
-No hija, a mí no me dan esas mariqueras. Sólo he tenido el cuerpo malo, no sé. Como que no me quiero parar y paso todo el día acostado.
Estamos tristes.
Cae una lluvia ridícula sobre la ciudad cuando me siento a escribir. Afuera pasan cosas de las que nunca me voy a enterar pero esto suena y huele como lluvia, la primera después de meses. Hay hechos ciertos. A la ramita de albahaca que puse a germinar le salieron raíces. La casa de mi hermana, a dos cuadras, comienza a oler a bombas lacrimógenas, pronto la nube de gas llegará hasta aquí. Un hombre recibe un disparo en la cabeza en Porlamar. Las madres de los muertos extrañan a sus hijos. Alguien recorre con los dedos el borde de una cicatriz. El miedo es un peso difícil de llevar.
Fotografía: Raquel López Chicheri