Si no sabes si lo has sentido, entonces, querida, no lo has sentido. A diferencia del masculino —desparramado, evidente, comprobable—, el orgasmo femenino pareciera seguir siendo un asunto de gruta, de punto inalcanzable, de territorio inexplorado.
La historia cuenta que a finales del siglo XIX las aristócratas victorianas eran comúnmente diagnosticadas con histerismo. Casi cualquier cosa podía ser histeria. Desfallecimientos, dolores de cabeza, comportamientos atípicos, sudoración, exceso de calor, exceso de frío: todo era histeria. Entonces, las maltratadas eran sometidas a sesiones “curativas” de su pulsión sexual, estimuladas genitalmente por sus médicos hasta alcanzar el “paroxismo histérico”. Es decir: el orgasmo. Se prescribían sesiones masturbatorias frecuentes o la concepción de una nueva prole para “calmar” las ansias del útero que causaban estragos en los nervios de las pacientes. Esto en los casos menos infelices, porque centenares de mujeres también fueron sometidas a vejaciones, reclusiones, ablaciones de clítoris, galvanizaciones y otras barbaries.
Estas prácticas privadas —usualmente consideradas vergonzosas, pues las histéricas significaban una deshonra para la familia— ocurrían en una sociedad ganada por las normas de la más rígida moral, en la que por una parte se alababa el autocontrol individual de las pulsiones en pos del beneficio de la colectividad, mientras por la otra la prostitución alcanzaba niveles históricos de crecimiento.
En esa época, curiosamente, el descubrimiento de la electricidad le dio un espaldarazo al placer con la invención de los vibradores. Algo que sucedió diez años antes de que aparecieran las planchas de ropa.
Cuando en los años sesenta del siglo pasado el orgasmo fue finalmente separado de la función reproductora con la aparición de la píldora anticonceptiva, los avances en la investigación científica ya habían eliminado a la histeria de la lista de patologías. Entonces los catálogos de Sears, la tienda por departamentos estadounidense donde durante casi medio siglo se promocionaron los vibradores como artículos “muy útiles y satisfactorios para el uso casero”, se apresuraron en eliminar la publicidad de estas maquinitas del goce.
¡Y, oh, la hipocresía! Mientras la insatisfacción femenina era considerada una enfermedad se hacía cualquier cosa por aliviarla. Pero cuando empezó a tratarse como un tema de carácter sexual, empezaron los avemarías.
Aun hoy cuando, como en una profecía autocumplida de Foucault, estamos constantemente expuestos a imágenes eróticas, es más frecuente escuchar un verso de reguetón sobre sexo explícito que sostener una conversación pública sobre los inconvenientes para alcanzar el orgasmo o leer un trabajo responsable sobre el tema en la prensa.
Todavía es más fácil resolver la contratapa del diario con una mujer en bikini, llenar las salas de teatro con monólogos donde los órganos sexuales son tratados con eufemismos ridículos o intentar el viejo truco de descalificar a una mujer llamándola “histérica”. Y aunque ciertas excepciones aplican, aún existen aquellos a quienes la simple mención de la palabra orgasmo les resulta incómoda: la acusan de directa, de sensible. “Es delicado”, dicen. Grave síntoma. Preferirían que la realidad estuviera edulcorada por algún emoticón rosado chicle o velada detrás de un ligero rubor de mejillas.
En estos intentos persiste la necesidad de lavarle la cara al sexo con el amor, como si aún —victorianos— precisáramos de una excusa social para sentir placer. Pero también se esconde la amenaza del silencio.
Está la censura directa y está la ignorancia o el tratamiento superficial de estos temas, esa otra forma de silencio.
Desde los cientos de artículos que no dicen nada, tipo “5 tips para lograr el orgasmo”, hasta el número importante de mujeres que son juzgadas de fáciles o ligeras cuando se atreven a poner el tema sobre la mesa (pasando por la caricaturización del porno), existe una realidad aterradora: miles de mujeres adultas el día de hoy se preguntan si alguna vez han sentido un orgasmo.
Ante la duda la respuesta es devastadora: no. No lo han sentido. Y no importa cuánta agua haya corrido por el cauce de la historia ni cuántas veces haya estado a nuestro favor: mientras esa respuesta persista la historia no habrá pasado. Y habremos perdido todos los esfuerzos.
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Texto publicado originalmente en www.prodavinci.com
Fotografía de Ramona Sordini. 2013.