Habrá sangre. Seguro habrá dolor. Esta es mi última noche con una muela de leche.
Hace más de un año me advirtieron que esto iba a pasar pero, como siempre, no quise apurar la despedida. No es lo mismo perder algo a que te lo arranquen. No es igual decir adiós que desaparecer.
En un mundo en el que nada permanece, mi muela de leche y yo aceptamos el destino de la insustituibilidad. Una condición un tanto ególatatra que nos mantuvo juntas, cómplices, durante más de veintisiete años.
Cuando me enteré de que no hubo Dios en el mundo capaz de crear un diente que expulsara a esta muela de su sitio, le tomé cariño. Su malformación me pareció tierna, providencial. Además me dio una historia para romper silencios incómodos de sobremesa o para alcahuetear a los nietos.
-Pero mamá, la abuela Mela también tiene un diente de leche.
-La abuela Mela está loca, igual vas a ir al odontólogo.
Pocas veces vemos tan claro el momento en el que se nos rompen los sueños. Yo que quería ser una vieja divertida con un diente de leche, terminaré como una abuela de implantes que va a clases de pilates los miércoles por la tarde en el club.
A partir de mañana seguiré riéndome con toda la encía pero no con todos los dientes. Tampoco me antojaré de helado a medianoche, ni le mentiré a mi padre cuando llame a preguntar si ya cené. No habrá inocencia. Nunca más. Dejaré de llorar con los cuentos de Oliver Jeffers, de jugar con perros ajenos, de sacarle la lengua a los niños en las colas de los bancos. Seré más eficiente y puntual. No hablaré con extraños.
Miraré cómo una parte de mi ocupa otro lugar. Un espacio afuera que no es éste pero también es mio. Estaré más cerca de entender el extrañamiento del amor. Eso de que una parte de mí se va contigo siempre me ha parecido falaz. En rigor, yo siempre me quedo conmigo, eres tú el que se va sin despedirse.