dos.mil.diecinueve

Al tercer año de la migración lo llamaremos “el año de los nombres propios”. Decir el nombre de uno para escucharlo de vuelta en la voz de otro, es un mecanismo delicado pero potente de autopreservación: asegura que la propia presencia no es un producto de la imaginación o no es uno un aparecido.

Sé que existo antes de ser nombrada porque puedo pensar en eso, pero he hecho las cuentas y este año he conocido a un centenar de personas nuevas que pueden decir mi nombre y cuyos nombres puedo decir de vuelta. Trato de poner en perspectiva todos los logros del año como perder cuatro kilos, escribir un libro de doscientas páginas como ghostwriter, un pitch para una serie de televisión, lograr el nivel avanzado de inglés, sentirme orgullosa de lo que hago, vivir de escribir, hacer amigos, tener ahorros, empezar a pagar impuestos, no contar mis cosas, pero nada me parece tan impresionante como el hallazgo de los nombres propios.

Si lograra reunirlos a todos en el mismo lugar, un teatro, por ejemplo, el espacio que ocupen sería una medida arbitraria pero concreta de una idea de posesión: mi nuevo lugar en la ciudad a partir de los nombres que conozco, personas con quienes he compartido y que pueden decir dos, tres o cincuenta cosas sobre mí, casi todas en el ámbito profesional, pero algunas bastante personales como cuánto tiempo pueden durar las insulinas de mi papá sin refrigerarse cuando se le va la luz o cuáles son los íconos que dibujo para marcar mi período en el bullet journal.

A principios de 2019 me saqué a rastras del estudio de mi casa hasta una oficina porque intuía que no iba a sobrevivir más tiempo trabajando sola. Durante los casi cinco días en los que no supe nada de mi familia en Venezuela por el primer apagón nacional, mis nuevos amigos me sostuvieron amorosamente preguntando solo lo necesario o dejándome trabajar como poseída: una de las pocas maneras dignas que tengo de lidiar con el dolor. En esa oficina instalé la expresión “Venezuela y sus playas” cuando Guaidó fracasó y no quise hablar nunca más del tema. Luego adoptamos versiones locales como “los clientes y sus playas” o “el invierno y sus playas” para quejarnos de las pequeñas desgracias de todos los días.

También los eduqué en principios básicos del merengue dominicano y las Chicas del Can. Fuimos a un karaoke, a un mercado, a una pizza party. Nunca hicimos ejercicios juntos, eso estuvo bien. Me llevaron a probar la comida de la selva. Me explicaron a Alan García. Bebimos pisco. Conocieron a Luis. Salimos a bailar. Fuimos justos juntos y luego nos dijimos adiós. Porque así es como funciona. Mi dato curioso favorito del año es que los peruanos prefieren decirme Mel y no Mela. Mi fracaso favorito del año es lo difícil que se me hace escribir bien la palabra Machu Picchu. Mi día favorito del año fue el 8 de octubre porque hacía frío, pero había sol y nadie cumplía años. Ahora me he llevado, junto a mi nombre propio, a un lugar diferente donde hablo en inglés todo el día, pero escribo en español. Comparto mesa con un peruano, una británica, un estadounidense, un brasilero, un francés y una ucraniana. Celebré Thanksgiving con ellos, what were the odds? He superado la idea de que lo que hago es lo que soy. Me siento a gusto, pero aún me parece surreal. ¿Era esto un escenario posible al principio del año? ¿Lo habría podido siquiera imaginar en mi vida premigración? No. Pero he aprendido que eso no tiene ninguna importancia.

Dijo Marguerite Yourcenar “existo eternamente en lo que di”. Este año la lección ha sido existir temporalmente en los nombres que me nombran. Marco, Suania, Laura, Claudia, Mapi, Well, Willder, Jesús, Jesús, Jhean, Fio, Yelitza, Chris, Jherson, Enrique, Ana Paula, Pollito, Jefferson, Olga, Dana, Mery, Fiorella, Fernando, Ignacio, Francisco, Ítala, Paola, Manuel, Julián, Carlos, Pablo, Miguel, Caro, Rafael, Jesús, Michael, Claire, Marlom, Aaron, José, Elena, Danny, Pierina, Christian, Johan, Gy, Andrea, Fabián, Isaac, Anthony, Adam, Marta, Carmela, Fiona, Zessy, Lisbeth, Mónica, Karen, Carol, Brenda, Diego, José, José Manuel, Braulio, Stefani, Anaís, Karen, Ana, Axl, Hilton, Avril, Paula, Ángel, Samantha, Sebastian, Evelyn, Lisbeth, Milagros, la otra Melanie, Yarexy, Diana, Cinthia, Andreína, Deyanira, Martín, Josué, Leoner, Bill, Óscar, Carla, Natalia, Kevin, César, Claudia, Dayimar, Néstor, Eduardo, César, Mario, y dos gatos negros, Cala y Aníbal, que ahora viven en Milán.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *