Soy mujer y soy feminista. Me gusta decirlo en voz alta para observar las reacciones de la gente. Ese rictus casi imperceptible en el rostro del otro, un ligero movimiento sobre la superficie del agua que delata la implosión interior.
Antes necesitaba acompañar mi declaración con un pero. “Soy mujer, soy feminista, pero no soy radical”, “pero no estoy loca”, “pero me depilo”, como si aspirara a la remisión de un pecado que no cometí. Ya no me pasa.
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Durante mi primera educación feminista podía jurar que casi cualquier cosa era una trampa del heteropatriarcado. Me sentía constantemente amenazada, en guardia, el blanco fácil de un sistema opresivo que en cualquier descuido podría arruinarme o -mucho peor- embarazarme como parte de su estrategia de dominación.
En esa época no me quería casar porque era, ustedes saben, muy moderna. Renegaba de lo pop, me escandalizaba por el trato de objeto que le daban a Britney Spears en el video de I’m a sleave for you mientras que secretamente tarareaba la canción en mi cabeza.
El feminismo me generaba grandes conflictos. Olía a gaveta con naftalina, a tía abuela criticona con medias de naylon. La única militante feminista que conocía en persona era una brillante profesora de la universidad que se dejaba crecer los pelos de las axilas. La admiraba, pero no quería ser como ella.
La mayoría de los escritores que me gustaban eran hombres. Alejandra Pizarnik y Virginia Wolf eran suicidas. La Maga me parecía un personaje desesperante. No encontraba en ninguna parte una idea de bienestar asociada con la emancipación. Quienes se atrevían a hacerlo diferente terminaban locas, muertas o deprimidas. Entonces empecé a hacerme preguntas.
Dijo Simone De Beauvoir “no se nace mujer, se llega a serlo”. Ocurre igual con el feminismo, llegas a serlo con intuición y perspicacia. No necesitas leer cientos de tratados, tampoco saber quién es Gertrude Stein, ni haber sufrido discriminación o acoso, sólo preguntarte:
¿Haría esto un hombre?
¿Pasan por esto los hombres?
¿Diría esto si fuera un hombre?
¿Me preocuparía por esto si fuera un hombre?
Entiendo la carga falocéntrica de tenerlos como unidad de medida porque reafirma nuestra “otredad”, pero cuando exigimos igualdad de derechos lo hacemos con respecto a “algo”. No podemos pararnos frente a la nada a gritar “¡exijo que me traten legalmente igual que a ti!”. ¿Igual que a quién?
Cuenta Leila Guerriero que una vez escribió una nota sobre mujeres en el rock y al poco tiempo se dio cuenta de que había sido un error. ¿Se escribe sobre los hombres en el rock como una novedad? La respuesta es no. Entonces es machismo.
Todas hemos cometido ese error, porque el camino de la igualdad es empedrado, sinuoso. La discriminación se ha hecho cada vez más sutil, sofisticada. Una mujer debe preocuparse por cosas que un hombre jamás experimentará como, por ejemplo, si su colega le está mirando el escote o está escuchando sus ideas; si ese hombre que camina tras de ella va a atacarla sexualmente; si debe reírse cuando acusan a alguien hipersensible de estar menstruando; o si debe preguntar el sueldo de sus compañeros sólo para asegurarse de que el pago es igualitario.
Nuestros socios del sexo opuesto también tienen preocupaciones derivadas del hecho de vivir en una sociedad machista. No hablemos de la castración emocional a la que son sometidos con la vieja arenga de que los hombres no lloran. Pensemos en la salvaje presión productiva para ser buenos proveedores, quienes llevan el pan a la mesa. La obligación social de pagar la cuenta, arreglar los carros, llevar las maletas, saber cómo cambiar una cerradura. ¿Por qué un hombre que se preparó para, digamos, trasplantar riñones o criar ovejas debe entender de cerraduras? Podríamos exclamar: ¡Pobres criaturas, necesitamos una revolución también para ellos! La tenemos, se llama feminismo.
Me harto de leer comentarios como ¿por qué no hay un Ministerio de los Hombres? ¿Por qué no hay leyes de protección para los hombres? Amigos: la estructura de los Estados está diseñada para favorecerlos, millones de años de cultura universal los respaldan, las religiones con más adeptos en el mundo excluyen a la mujer de sus jerarquías, están sobre-representados en las cámaras del poder público, pero ustedes quieren un Ministerio propio para participar del rollo de la igualdad de derechos. Fabuloso.
Afortunadamente, millones de hombres han hecho suyo el feminismo. Lo hacen por sus madres, por sus esposas, casi siempre por sus hijas, pero también por ellos mismos. Entienden lo conveniente que es vivir en una sociedad donde cada individuo pueda desarrollarse según sus capacidades independientemente del sexo que le tocó en la azarosa rueda genética.
Además, el feminismo trabaja para todos cuestionándose, incluso, cosas como los protocolos de seguridad que dictan “mujeres y niños primero”. Estas son las conversaciones que tengo con mis amigas feministas: imagina que eres Katie Ledecky y que tu marido no sabe nadar, ¿quién debería quedarse en la balsa con los hijos?
Visto así, el feminismo es una máquina global de hacer preguntas, por lo tanto, de producir conocimiento. Formo parte de un movimiento que me confronta, incómodo, que se arriesga a ser impopular. Me gusta. Tengo opiniones específicas sobre las ablaciones, el aborto, los sistemas de cupos. Me equivoco, me atrevo. Soy feminista, voy a terapia, lidio como puedo con mis contradicciones.
Me gusta Ariana Grande y soy feminista.
Estoy casada, no sé si quiero tener hijos y soy feminista.
Apoyo la prostitución independiente y soy feminista.
Disiento de Madonna y soy feminista.
Hay tantos feminismos como mujeres y hombres en el mundo. Todos válidos. Poderosos. Soy mujer, soy feminista, y esa explosión que acaba de ocurrir en tu cabeza son tus prejuicios haciéndose pedazos. Es la rueda de la historia que no para de girar.