Tengo veintidós años, estoy en la Plaza Bolívar de Bogotá y mi mejor amiga me toma una foto. Vinimos a la ciudad para un concierto y durante este viaje nadie va a matarnos sólo porque puede.
En nuestra primera tarde en la ciudad, pasamos cuatro horas en una librería con luz natural y una fuente con nenúfares. Aquí conozco a Jorge, el librero. Es alto, desgarbado, con algo de ave triste en el rostro. Pasa el rato recomendándonos libros, dejando escapar comentarios inteligentes sobre los autores intercalados con frases torpes de conquista. “¿Cómo te vuelvo a ver?”, me pregunta. No dice cuándo, ni dónde. Dice cómo y esa precisión tiene un efecto en mi interés. Mi amiga lo nota, me conoce. Entonces apura la escapada. “Está difícil, estamos de paso”, le dice, invocando el pacto que hicimos en Caracas y que esta misma noche voy a tratar de romper: nada de hombres, es peligroso.
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Mi amiga W. tiene veintitrés años, está en la barra de un ruidoso local de la Zona Rosa de Bogotá, y le pide al bartender que nos tome una foto. Cuando se prende la rumba se levanta a bailar samba sin que nadie la invite. Lo hace tan bien que un moreno alto se acerca a bailar con ella, luego otro más. W. es el orgullo de El Valle y de la Fundación Bigott: universitaria, graciosa y rítmica muchacha. De pronto, al menos una docena de personas están bailando juntas a su alrededor. Ella, divertida, se funde con la multitud. Nadie la toca. Está a salvo, mientras gira.
Una chica bajita se acerca a conversar, a los pocos minutos coincidimos en que todas vamos mañana al concierto de The Killers en las afueras de la ciudad. Digamos que se llama María. María y sus primos que vinieron de Cali alquilaron una camioneta para ir más cómodos al concierto, María nos ofrece dos asientos. Decimos que lo vamos a pensar. Pensarlo significa balacear los pro: a) ahorrarnos la plata del taxi porque estamos cortas de dinero, b) conocer gente nueva; y los contras a) que nos vendan al narco, b) que nos saquen los órganos, c) que nos violen, d) que nos maten, e) que nos maten después de que nos violen. Decimos que sí. El mundo es un lugar seguro cuando no tienes miedo.
Un miedo que deberíamos tener. Anualmente entre 200.000 y 500.000 mujeres latinoamericanas son secuestradas y vendidas a redes de prostitución. El feminicidio es una de las principales causas de muertes femeninas. A las chicas que “viajan solas” las matan a golpes.
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En la casa de Jorge me acerco a la biblioteca porque los libros me hacen sentir segura. También porque son buenos objetos para golpear. Llegamos hasta acá movidas por la estupidez. “Es una señal”, fue mi único argumento cuando nos conseguimos al librero con cara de Kafka en una esquina de la Zona Rosa al salir del bar. Estaba con tres amigos, también de Letras, puros animales tristes.
En su biblioteca encuentro una primera edición de Ensayo sobre la ceguera autografiado por Saramago. Luego otro ejemplar de Los días azules con la firma de Vallejo. “Esto es ridículo”, pienso. Pero empiezo a sentir esa quietud que antecede a los momentos importantes. Me faltan varios años para comprobar que soy una mujer con suerte, pero esta noche tendré una poderosa sospecha de que es cierto cuando, dentro de unos minutos, en la habitación de Jorge, calcule que el sexo será desastroso porque está ebrio, se lo diga, él se disculpe admitiendo que está nervioso porque “estas mierdas –y por mierdas querrá decir casualidades– no le pasan a uno nunca”, salgamos de su habitación, vea a W. aprender a bailar cumbia con un pichón de intelectual prestado a la felicidad, me despida de ese apartamento a las seis de la mañana y despierte al mediodía siguiente en la cama de mi hotel con resaca de aguardiente colombiano y un ejemplar autografiado de Los días azules de Vallejo que me traje como botín.
Intacta.
Viva.
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Es un lunes del año en el que cumpliré treinta. W. me llama para coordinar unos detalles del bautizo de sus morochos. Tenemos vidas que nos gustan. Yo conocí a mi esposo, esos azares, en una librería; ella formó una familia cerca del mar. Al colgar, me da por pensar en aquel viaje.
Recuerdo que a los tres días de estar en Bogotá nos hartamos de que todos nos preguntaran por Chávez cuando nos reconocían el acento. Entonces decidimos fingir que éramos argentinas. Impostábamos la voz, alargábamos las eses, cantábamos las vocales. Éramos dos argentinas en una ciudad desconocida. Pudimos habernos llamado Marina y María José. Pero no fuimos esas dos argentinas en una ciudad desconocida. Nadie nos mató sólo porque podía. Nadie bailó sobre nuestros huesos diciendo “eso les pasa por putas”, “eso les pasa por solas”, “eso les pasa por haber ido a ese apartamento”, “eso les pasa por haberse subido a esa Van con unos desconocidos”. Y me inquieta pensar que si Jorge, sus amigos tristes, los chicos de Cali, los bartenders, los taxistas, los bailarines, los miles de hombres que nos cruzamos en la ciudad, no hubieran sido sólo esa obviedad: buenos hombres, esta posibilidad de contar, de seguir haciendo, no sería.